Verde agua, rosa y amarillo.

Estoy en un parque de atracciones, de estos típicos de las pelis estadounidenses, con muchos puestos que recuerdan las ferias de pueblo. Estoy hablando con una chica que me atrae, hay mucha química entre nosotras y me siento capturada por su sensualidad.

De la nada, como solo en los sueños puede pasar, aparece su mascota, un canguro cachorro; yo estoy maravillada así que la chica lo deja en mis brazos y en seguida nos adoramos el animal y yo. Lo llevo conmigo en brazos y nos hacemos muchos mimos, acaricio su pelo suave y él restriega su cabeza en mis mofletes. Las personas que pasan lo tocan fascinadas y el animal, mientras más se va pegando a mi cuerpo, más se transforma: de repente es una serpiente, larga más que yo, su piel es iridescente, de un color verde agua, rosa y amarillo clarito, parece la cola de una sirena, me pierdo en nuestro abrazo y la sensualidad se vuelve eccitación, ahora somos agua y nos disolvemos…

Recuerdo claramente la primera vez que llegué al orgasmo masturbandome: estaba en una cama de hospital, sola en una ciudad que no era la mía y tenía 13 años. El aburrimiento que se nutría de mi miedo y de la soledad (estuve ingresada una semana en la que nadie de mi familia pudo acompañarme), fue la fuerza que me empujó a experimentar con mi cuerpo, una noche, mientras las demás pacientes dormían. Antes de esta ocasión, me había tocado otras veces, había explorado mi sexo y sentido mucho placer y curiosidad pero nunca había llegado a correrme. Y era una actividad que, como muchas adolescentes en esos tiempos, llevaba absolutamente en secreto. Cuando descubrí que yo podía provocarme esa descarga de placer y de energía, fue un alivio y, en parte, una solución a un problema. Hasta ese momento mi cuerpo mayoritariamente era un lugar de disconfort, de angustia, de inseguridad. Pero en ese momento, podía sumergirme en una ola de color amarillo, rosa y verde agua, inundarme de un calor que me traía bienestar y descargar esa energía que era siempre tan alta que no me dejaba quieta. La masturbación fue un refugio, el único lugar dónde permitirse la vulnerabilidad de un orgasmo y también, en muchos otros momentos, llegó a ser el lugar cómodo desde el cual podía seguir no conectando con otro cuerpo en profundidad, no confiando. Pero, sin duda, siempre ha sido un momento de honestidad conmigo misma, un punto de partida para mirar mis necesidades, mis deseos y límites, un abrazo profundo de pasión y ternura, un paso más en mi camino de autoconocimiento, físico y espiritual.

Finalmente, la estancia en ese hospital, fue lo que me dejó la claridad de que, lo que estaba viviendo en mi cuerpo físico, era el resultado de las experiencias traumáticas que habían marcado mi infancia que, aunque habían terminado, no habían sido resueltas y dejaban una huella muy visible hecha de emociones estancadas. Aquello fue el principio de la consciencia en mis tiernos y temblorosos 13 años.

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