Espejismos

                                                                                                                                                      

 ¡“Vinculos sexo-afectivos” los llaman! Como si fuera fácil esa laison, esa conjunción entre lo sexual y lo afectivo.

Para mí nunca lo ha sido (y todavía a veces no lo es) y ese pequeño guión medio se carga de recuerdos amargos, de miedos y de automatismos, por mi carácter y por mi experiencia vital, en la que el abuso sexual infantil intrafamiliar ha dejado una gran huella. Hasta que “sexo” y “afectivo” quedan separados todo bien: puedo disfrutar de mi cuerpo en libertad, sentirme segura, conectar y manifestar mi ternura de una forma clara, siempre y cuando sea en la amistad. Pero cuando estas dos partes, tan esenciales de nosotrxs, se juntan el miedo al abuso de poder, a la traición y al maltrato endurecen mi comportamiento y ya no sé a quién tengo delante en un espejismo entre el pasado, el presente y las escenas temidas de futuro.

En ese esfuerzo de mantener a salvo mi vulnerabilidad, han sido unas rarezas el sentirme amada y la confianza hacia mis compañerxs. Pocas veces me he permitido entregarme de verdad y experimentarme blanda cuando lo erótico entraba en juego. Por mucho tiempo, he disfrutado más de mi sexualidad cuando no había vínculo con la otra persona, por ende ninguna vergüenza de ser. El miedo inconsciente era que una conexión profunda con otrx me destruiría (de nuevo); “no sabrá estar por mí, no me entenderá, se aprovechará de mi debilidad, me abandonará cuando más lo necesite” rezaban mis creencias. Muchas veces la desconfianza no era motivada pero se reflejaba en el rol que yo decidía asumir, la SuperWoman: “yo puedo con todo, no necesito nada, sobre todo no te necesito a ti”. Otras veces, sí que la desconfianza era motivada porque, en este afán de quedarse una siempre ocultada, fui buscando confirmaciones de que, si me revelaba, no habría quien pudiera conmigo (conmigo, mi enfermedad y mi trauma de abuso sexual infantil, que en éste somos familia numerosa).

Desde pequeña aprendí que tenía que apañármelas sola y que, además, mi sensibilidad era un estorbo, así que, me hice maestra del sutil arte de NO conectar con mis emociones. Pero el dolor tiene que salir de alguna forma así que lloraba por canciones, películas, hojas caídas de un árbol, una nube en forma de corazón, el silbido de un pájaro…Hasta hoy que, de adulta, sigo proyectando mis altibajos emocionales, mis decepciones existenciales y mi ternura más algodonada en los animales, en realidad pobres criaturas víctimas de mis neurosis, que cuando me ven (los que viven en mi casa, al menos) deben de pensar “ay señor, llévatela pronto”. De esta forma, puedo recibir el diagnóstico de una enfermedad, definida crónica y neurodegenerativa, sin pestañear pero la paloma que bebe, de un vaso de plástico en el suelo, restos de cervezas al lado de un bar de cañas me abre una herida en el alma. Y es que al moverse cojea y no puede volar, con ella mi corazón se hace añicos y por fin puedo llorar por la incomprensión que he percibido ese mismo día en mi pareja por mi estado de salud, por su poco tacto y por mi dolor de no poder hacer todo lo que podía hacer hace unos años. Pero antes muerta que decirle lo que siento, que admitir que llevo todo el día esforzándome para poder acompañarle en todo lo que quería hacer y ¿compartirle además que me han dolido ciertos comentarios suyos? ¡Imposible! Mejor me levanto a observar la paloma, entre sus gritos de “no se te ocurra tocarla!”. Y yo, que ya he pasado de estar dolida a estar cabreada, no sólo quiero tocarla, sino que me la llevaría a casa y le construiría un santuario, incluso me planteo que tal vez mejor pareja ella que la mía, al menos con el ave nos entendemos (o eso creo yo). Mientras sigo la paloma, que a trompicones se dirige debajo de un coche para esconderse, yo veo a un ser enfermo en el cuerpo y en el alma, abandonada por su especie, marginada por su condición y que debe estar deseando la muerte, seguramente mejor que aquel sufrimiento solitario y sádico. Por esto se habrá puesto debajo del coche, estará secretamente deseando que, al arrancar, el conductor la atropelle. 

Y así, puedo llorar esta injusta vida, la inteligibilidad existencial que a veces viene incluso de los vínculos más cercanos y esta lucha constante que siento entre tratar de dar a mis vínculos lo que necesitan y respetarme en el camino (que muy pocas veces termina respetándome). Me gusta terminar esta degustación con un sentimiento de irreparabilidad y de pesimismo cósmico universal ya que no hay ninguna esperanza de salvación: si mañana la paloma sigue viva, seguramente será comida por algún perro. Hablo de la paloma porque yo, ¡todo bien! gracias. 

Luego está mi gato…que en mis momentos de lucidez, puedo ver que vive mejor que yo en muchos sentidos, pero que en los flojos, es aquel al que he quitado la libertad, encerrándolo en cuatro paredes de cemento por mi propio egoísmo. Cuando lo observo delante de la ventana cacareando a los pájaros, siento que he aplastado su naturaleza inocente, he enjaulado su esencia primitiva y he frustrado su espíritu salvaje causándole una neurosis, de todas formas no tan grave cuanto la mía. Mi ternura inocente, mi sensibilidad de miel, pueden hacerme incluso llorar por ello, pero ¡que no se entere mi pareja! Mi compañerx de cotidianidad, que vive bajo mi mismo techo, no sabrá cómo sostener ese magma que tengo dentro y seguramente me abandonará después de haberme herido, mejor sigo mostrándole mi versión acorazada y cortante, mientras me quedo aquí, fantaseando con esa soledad que es como un manto de nieve que congela todos los conflictos, donde no hay peligro porque no hay vida, allí finalmente puedo ser yo misma y respirar.







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